José Mari Bailo
Socio de la AGA
El pasado sábado día 30 asistí a un concierto en Cartagena en el que se interpretó el concierto para violín y orquesta, Op. 61 de Beethoven (con Eva León como solista) y la 7ª sinfonía en LaM, Op. 92 del mismo autor. En mi opinión el concierto fue bastante bueno salvo por un detalle... un par de señoras que empuñando el abanico cual capitán Alatriste con su espada de acero toledano hacían tal ruido que lograron sacarme de mis casillas hasta tal punto que, perdiendo casi por completo la buena educación que mis padres tuvieron a bien inculcarme, tras pedir dos o tres veces silencio y en vista de que no cesaban en su empeño (más bien al contrario), estuve a punto de enviar a una de ellas (la de más alto nivel sonoro-abaniquil) a tomar por allá por donde la espalda pierde su casto nombre. Vosotros me entendéis: es increíble que siempre haya alguien en los conciertos que es capaz por sí solo de arruinar la velada al resto de los espectadores. De hecho una de esas "señoras" que mencionaba me llamó maleducado la primera vez que le pedí (muy por lo bajo y educadamente) que por favor no se abanicase porque hacía mucho ruido.
Quizá esto que ahora escribo suene un poco duro, pero de verdad así lo pienso y así lo escribo: está claro que los españoles en general no destacamos precisamente por nuestra educación ni por nuestro gusto por lo cultural (ya sé que generalizar es injusto). Todos hemos asistido a decenas de buenos conciertos en los que hemos salido de mal humor debido a las toses, caramelos de menta, abanicos o en su defecto programas de mano usados como tales, pitidos de relojes, sonidos de móviles, etc.
Cierto es que normalmente en los auditorios antes de dar comienzo la actuación una vocecita enlatada (generalmente femenina) nos pide por favor que desconectemos los móviles y las alarmas de los relojes. ¿No estáis de acuerdo conmigo en que también dicha voz debería pedir que se tosa lo mínimo posible y que se pelen los caramelos antes de empezar el concierto? ¿Por qué si nadie grita en los museos ni en los teatros tenemos un público que gusta de toser compulsivamente en los conciertos por el mero placer de escucharse "tocar" en un gran auditorio y por qué no decirlo, molestar un poco al resto del respetable?
Todo esto viene a colación de que en el concierto que os comentaba de Cartagena recordé en pleno momento de indignación un artículo de Víctor Pliego de Andrés en el que en tono jocoso pero cargado de razones habla precisamente de eso, de los "tosedores profesionales" de los conciertos.
Llegado este momento, sobran las palabras (especialmente "mis" palabras) y os dejo que disfrutéis de dicho artículo-reflexión.
Hasta pronto. Salud y suerte.
EL CONCIERTO DE LAS TOSES
por Víctor Pliego de Andrés
El público y los músicos se sobresaltan cada vez que suena el telefonillo, muy estridente, por los altavoces de la sala. Hay quien se lleva la mano al pecho con gesto de sorpresa. Una voz pide que se desconecten los teléfonos móviles y son muchos los que se apresuran a buscar en sus bolsos y bolsillos. Ocurre todos los días en el Auditorio Nacional. Las orquestas visitantes reaccionan con sonrisas y, a veces, con aplausos. Aún así, a pesar de la iniciativa tan agresiva, se suelen escuchar algunos timbrazos durante los conciertos. Pero lo peor no son los sonidos de la tecnología, sino los atávicos ruidos que producen los cuerpos humanos, sobre todo algunos cuerpos humanos maleducados.
El martes 13 de noviembre Chistian Zacharias ofreció en Madrid un delicado recital con obras de Debussy y Scarlatti. Este pianista alemán tiene un toque maravilloso que condensa el aire y es capaz de crear una calidad especial sonido. La emoción era tan intensa que provocó ataques de tos histérica y dividió al público entre tosedores y chistadores. Hubo incluso competiciones en eco. Pero nada de ello rompió la magia ni la concentración del artista. En un recital ofrecido el año pasado en el Teatro de la Zarzuela de Madrid, el genial barítono Thomas Quasthoff pidió al público que no tosiera entre los Lieder del ciclo que interpretaba, porque le resultaba muy difícil concentrarse. Le hicieron caso, a pesar de que ese movimiento espasmódico y sonoro del aparato respiratorio, en accesos violentos y casi siempre intermitentes, suele ser involuntario. Con ello quedó probado que es posible contener la tos con cierto esfuerzo de voluntad y el auxilio de manos y pañuelos.
El estornudo es un placer liberador que en el pasado se estimulaba con el tabaco rapé. Hoy es un acompañamiento característico de los conciertos madrileños. Como estoy poco viajado, desconozco si en otras plazas la concurrencia se manifiesta de forma tan ruidosa, pero quiero imaginar que no es así, aunque el maestro Kurt Masur ha protestado en Nueva York. En Madrid, el apogeo de la temporada musical coincide con los meses más fríos. Tal vez por eso, la tos es la manifestación natural de gripes y catarros, agravados por la proverbial sequedad y contaminación de la villa, por el aire acondicionado, por las alergias y por el arraigado vicio del tabaco. Se puede excusar una tos aislada y discreta, pero entre los aficionados a la música clásica parece imperar una elevada presencia de enfermos respiratorios, crónicos para más señas, que deberían guardar cama o ser urgentemente hospitalizados. Sin embargo, su irresistible pasión por la música les arrastra hasta los auditorios y salas de conciertos a pesar de sus dolencias y graves males. Habría que exigir un certificado médico a determinados melómanos antes de darles un abono. Ignoro si se ha hecho algún estudio epidemiológico sobre la incidencia de la música en las complicaciones respiratorias. En el cine y en el teatro esta epidemia se advierte mucho menos (no ocurre así con la plaga del telefonillo, que es universal aunque más benigna).
La tos es una manifestación muy personal, íntima, variada y expresiva. Hay toses, tosecillas, estornudos, rinitis, broncoespamos, carraspeos, ahogos, sofocos... Pueden ser hoscas, asmáticas, húmedas, irritadas, hilarantes, explosivas, sordas, angustiadas, reprimidas o descaradas. Hay personas que al toser parece que retumban, bufan, gritan, jadean, braman, rugen, ajean, graznan o gruñen, ofreciendo una estampa más propia de la fauna ibérica que de una culta sociedad filarmónica. Algunos idean estrategias para acomodar su tos al momento que les parece más oportuno. Los prudentes esperan al final del concierto o al inciso entre los movimientos, para desahogarse a pleno pulmón con toda libertad. Los discretos se reprimen apretando la boca con el puño. Prolongan así la angustia más allá de lo necesario y de lo soportable. Están dispuestos a morir por asfixia antes que verse en el trance de tener que abandonar la sala y perderse una nota del concierto. Los astutos aguardan hasta que llega un fortefortissimo para esconder su tos entre el barullo, de forma casi siempre infructuosa. Una ingeniosa espectadora insertaba en cierta ocasión su tos seca cada vez que el maestro pasaba una página. El efecto era sorprendente: parecía que las hojas de la partitura se rasgaban. Es una ocurrencia cuyos derechos debería registrar la autora del hallazgo para algún programa cómico de la tele.
A los conciertos más caros y exclusivos asiste un público trajeado compuesto por viejos ricos, que tosen mucho y en tono ronco, seguramente por culpa de los puros que se fuman en las reuniones con sus consejos directivos. En los conciertos populares, donde reina la informalidad y la edad media no es tan elevada, se tose en igual medida pero con timbre más clarito. Todos los aficionados, ricos y pobres, tienen la membrana pituitaria igual de sensible. La tos es democrática y todos ejercemos nuestro derecho a toser, por gusto y por salud. Ya no se distingue un rey de un porquero. Ya nadie usa en público el pañuelo de narices o mocadero, término descriptivo, hispánico y olvidado.
Como medida de prevención, algunos enfermos (suelen ser señoras previsoras) acuden equipadas de caramelos refrescantes envueltos en crujientes celofanes. Las partidarias a estos estrepitosos bálsamos suelen esperar a que empiece la música para abordar la delicada operación de desempaquetado, tras desaprovechar todos los descansos. La maniobra se ejecuta con gran parsimonia y minuciosidad, sádica delectación, disimulo aparente e ineficaz resultado. Aunque existen antitusígenos suministrados en cajas de cartón, las melómanas solo renuncian al celofán en casos de fuerza mayor.
La peor de todas es la tos nerviosa que explota en los momentos de mayor tensión: justo al comienzo, o al final, o en pleno clímax musical. Cuando la música se tensa en un pianissimo que pone los pelos de punta, precisamente entonces estalla una tos nerviosa que rompe la magia y provoca una inmediata cascada de otras en coro, porque la tos nerviosa es muy contagiosa. Hay cobardes que no se atreven a dar el primer paso pero que siempre están prestos a unirse tras el lanza la primera tos. La cosa empeora cuando otro sector del público empieza a chistar furioso, sumándose al guirigay.
Cada cual se retrata por su aspecto, su voz, sus gestos y también, por su tos. Es como la firma: hay quienes la usan con circunspección y hay otros que hacen de ella una pintada. Hay quien tose con hombría, con timidez, con delicadeza, con remordimiento, con delectación, con voz o sofocos... Las salas de conciertos están llenas de pintadas que no se ven pero que sí se oyen. Son la parte salvaje de la música. Kurt Schwitters lo descubrió y compuso en 1936 un Scherzo para estornudos.
Quizá esto que ahora escribo suene un poco duro, pero de verdad así lo pienso y así lo escribo: está claro que los españoles en general no destacamos precisamente por nuestra educación ni por nuestro gusto por lo cultural (ya sé que generalizar es injusto). Todos hemos asistido a decenas de buenos conciertos en los que hemos salido de mal humor debido a las toses, caramelos de menta, abanicos o en su defecto programas de mano usados como tales, pitidos de relojes, sonidos de móviles, etc.
Cierto es que normalmente en los auditorios antes de dar comienzo la actuación una vocecita enlatada (generalmente femenina) nos pide por favor que desconectemos los móviles y las alarmas de los relojes. ¿No estáis de acuerdo conmigo en que también dicha voz debería pedir que se tosa lo mínimo posible y que se pelen los caramelos antes de empezar el concierto? ¿Por qué si nadie grita en los museos ni en los teatros tenemos un público que gusta de toser compulsivamente en los conciertos por el mero placer de escucharse "tocar" en un gran auditorio y por qué no decirlo, molestar un poco al resto del respetable?
Todo esto viene a colación de que en el concierto que os comentaba de Cartagena recordé en pleno momento de indignación un artículo de Víctor Pliego de Andrés en el que en tono jocoso pero cargado de razones habla precisamente de eso, de los "tosedores profesionales" de los conciertos.
Llegado este momento, sobran las palabras (especialmente "mis" palabras) y os dejo que disfrutéis de dicho artículo-reflexión.
Hasta pronto. Salud y suerte.
EL CONCIERTO DE LAS TOSES
por Víctor Pliego de Andrés
El público y los músicos se sobresaltan cada vez que suena el telefonillo, muy estridente, por los altavoces de la sala. Hay quien se lleva la mano al pecho con gesto de sorpresa. Una voz pide que se desconecten los teléfonos móviles y son muchos los que se apresuran a buscar en sus bolsos y bolsillos. Ocurre todos los días en el Auditorio Nacional. Las orquestas visitantes reaccionan con sonrisas y, a veces, con aplausos. Aún así, a pesar de la iniciativa tan agresiva, se suelen escuchar algunos timbrazos durante los conciertos. Pero lo peor no son los sonidos de la tecnología, sino los atávicos ruidos que producen los cuerpos humanos, sobre todo algunos cuerpos humanos maleducados.
El martes 13 de noviembre Chistian Zacharias ofreció en Madrid un delicado recital con obras de Debussy y Scarlatti. Este pianista alemán tiene un toque maravilloso que condensa el aire y es capaz de crear una calidad especial sonido. La emoción era tan intensa que provocó ataques de tos histérica y dividió al público entre tosedores y chistadores. Hubo incluso competiciones en eco. Pero nada de ello rompió la magia ni la concentración del artista. En un recital ofrecido el año pasado en el Teatro de la Zarzuela de Madrid, el genial barítono Thomas Quasthoff pidió al público que no tosiera entre los Lieder del ciclo que interpretaba, porque le resultaba muy difícil concentrarse. Le hicieron caso, a pesar de que ese movimiento espasmódico y sonoro del aparato respiratorio, en accesos violentos y casi siempre intermitentes, suele ser involuntario. Con ello quedó probado que es posible contener la tos con cierto esfuerzo de voluntad y el auxilio de manos y pañuelos.
El estornudo es un placer liberador que en el pasado se estimulaba con el tabaco rapé. Hoy es un acompañamiento característico de los conciertos madrileños. Como estoy poco viajado, desconozco si en otras plazas la concurrencia se manifiesta de forma tan ruidosa, pero quiero imaginar que no es así, aunque el maestro Kurt Masur ha protestado en Nueva York. En Madrid, el apogeo de la temporada musical coincide con los meses más fríos. Tal vez por eso, la tos es la manifestación natural de gripes y catarros, agravados por la proverbial sequedad y contaminación de la villa, por el aire acondicionado, por las alergias y por el arraigado vicio del tabaco. Se puede excusar una tos aislada y discreta, pero entre los aficionados a la música clásica parece imperar una elevada presencia de enfermos respiratorios, crónicos para más señas, que deberían guardar cama o ser urgentemente hospitalizados. Sin embargo, su irresistible pasión por la música les arrastra hasta los auditorios y salas de conciertos a pesar de sus dolencias y graves males. Habría que exigir un certificado médico a determinados melómanos antes de darles un abono. Ignoro si se ha hecho algún estudio epidemiológico sobre la incidencia de la música en las complicaciones respiratorias. En el cine y en el teatro esta epidemia se advierte mucho menos (no ocurre así con la plaga del telefonillo, que es universal aunque más benigna).
La tos es una manifestación muy personal, íntima, variada y expresiva. Hay toses, tosecillas, estornudos, rinitis, broncoespamos, carraspeos, ahogos, sofocos... Pueden ser hoscas, asmáticas, húmedas, irritadas, hilarantes, explosivas, sordas, angustiadas, reprimidas o descaradas. Hay personas que al toser parece que retumban, bufan, gritan, jadean, braman, rugen, ajean, graznan o gruñen, ofreciendo una estampa más propia de la fauna ibérica que de una culta sociedad filarmónica. Algunos idean estrategias para acomodar su tos al momento que les parece más oportuno. Los prudentes esperan al final del concierto o al inciso entre los movimientos, para desahogarse a pleno pulmón con toda libertad. Los discretos se reprimen apretando la boca con el puño. Prolongan así la angustia más allá de lo necesario y de lo soportable. Están dispuestos a morir por asfixia antes que verse en el trance de tener que abandonar la sala y perderse una nota del concierto. Los astutos aguardan hasta que llega un fortefortissimo para esconder su tos entre el barullo, de forma casi siempre infructuosa. Una ingeniosa espectadora insertaba en cierta ocasión su tos seca cada vez que el maestro pasaba una página. El efecto era sorprendente: parecía que las hojas de la partitura se rasgaban. Es una ocurrencia cuyos derechos debería registrar la autora del hallazgo para algún programa cómico de la tele.
A los conciertos más caros y exclusivos asiste un público trajeado compuesto por viejos ricos, que tosen mucho y en tono ronco, seguramente por culpa de los puros que se fuman en las reuniones con sus consejos directivos. En los conciertos populares, donde reina la informalidad y la edad media no es tan elevada, se tose en igual medida pero con timbre más clarito. Todos los aficionados, ricos y pobres, tienen la membrana pituitaria igual de sensible. La tos es democrática y todos ejercemos nuestro derecho a toser, por gusto y por salud. Ya no se distingue un rey de un porquero. Ya nadie usa en público el pañuelo de narices o mocadero, término descriptivo, hispánico y olvidado.
Como medida de prevención, algunos enfermos (suelen ser señoras previsoras) acuden equipadas de caramelos refrescantes envueltos en crujientes celofanes. Las partidarias a estos estrepitosos bálsamos suelen esperar a que empiece la música para abordar la delicada operación de desempaquetado, tras desaprovechar todos los descansos. La maniobra se ejecuta con gran parsimonia y minuciosidad, sádica delectación, disimulo aparente e ineficaz resultado. Aunque existen antitusígenos suministrados en cajas de cartón, las melómanas solo renuncian al celofán en casos de fuerza mayor.
La peor de todas es la tos nerviosa que explota en los momentos de mayor tensión: justo al comienzo, o al final, o en pleno clímax musical. Cuando la música se tensa en un pianissimo que pone los pelos de punta, precisamente entonces estalla una tos nerviosa que rompe la magia y provoca una inmediata cascada de otras en coro, porque la tos nerviosa es muy contagiosa. Hay cobardes que no se atreven a dar el primer paso pero que siempre están prestos a unirse tras el lanza la primera tos. La cosa empeora cuando otro sector del público empieza a chistar furioso, sumándose al guirigay.
Cada cual se retrata por su aspecto, su voz, sus gestos y también, por su tos. Es como la firma: hay quienes la usan con circunspección y hay otros que hacen de ella una pintada. Hay quien tose con hombría, con timidez, con delicadeza, con remordimiento, con delectación, con voz o sofocos... Las salas de conciertos están llenas de pintadas que no se ven pero que sí se oyen. Son la parte salvaje de la música. Kurt Schwitters lo descubrió y compuso en 1936 un Scherzo para estornudos.