Sr. Rodríguez:
Entiendo perfectamente que, en la concesión de muchas de las distinciones y nombramientos citados, vea usted un intento de apropiación de la figura de mi padre por parte del régimen franquista. Y respeto, por supuesto, su disenso sobre este particular o sobre cualquier otro. Sería sin embargo difícil establecer, creo, una línea clara de demarcación entre los intereses políticos que propiciaron tales reconocimientos y los intereses artísticos que pudieron asimismo motivarlos, lo cual es extensivo, verosímilmente, a casi todas las demás áreas culturales: la literatura, el pensamiento, las artes plásticas, el cine... Ciertamente, la cultura se encontraba durante el franquismo, en buena medida, politizada. Negalo sería absurdo. Pero es indudable que, más allá de su ropaje institucional (es decir, de la política cultural que regía sobre ellos, conminándolos o aconsejándolos a pronunciarse, según los casos, en un sentido u otro), las decisiones tomadas en el interior de algunos círculos culturales oficiales obedecían en ocasiones, simultáneamente, a razones específicamente culturales, sobre todo con posterioridad a los años 40, cuando el franquismo comprendió en parte que el aislamiento podría resultarle, a medio o largo plazo, desfavorable, y que, para no caer en él, era indispensable aceptar ciertas reglas de juego vigentes en la Europa democrática. Si mi padre acepto algunas de tales decisiones tras su regreso a España en 1952, fue siempre pensando en que esas razones culturales bastaban en última instancia. De ahí lo que he escrito: "De vuelta en España, mi padre [...] se dejó querer como artista y como músico, asumió los honores que le fueron concedidos fijándose no en quiénes se los concedían, sino en el reconocimiento que ellos vehiculaban por más que vinieran dados, como no podía ser de otra forma, por las autoridades que a la sazón gobernaban en su país, ya que éste nunca dejó de serlo pese a que su talante fuera siempre [...] cosmopolita". Le brindo a usted otro ejemplo: durante los años 50 y 60, el propio régimen franquista apoyó a una serie de pintores y escultores, por ejemplo, que introdujeron en España el arte abstracto facilitando la exportación de sus obras a fin de que ellas fueran conocidas en Europa y América; hecho, éste, impensable durante los años 40 y por medio del cual el franquismo quiso demostrar a los demás países europeos que las artes plásticas españolas no iban a la zaga de las cultivadas en Francia, EE.UU., Italia, Alemania, etc. Sin embargo, y a causa de su calidad, las obras españolas expuestas en bienales y otros certámenes de todo el mundo durante aquellos años merecieron la atención de los expertos, siendo incluso premiadas aquí y allí, y esas mismas obras forman hoy parte de la historia del arte del siglo XX por derecho propio y con independencia de la política institucional que determinó la posibilidad de su exportación. Sirvan en todo caso estas breves líneas para prolongar la muy interesante reflexión iniciada por usted.
Un saludo.
Sr. Ortega:
No se trata aquí, en mi opinión, de valorar personalmente lo acontecido en España en el 36, sino de comprender el modo en que una determinada persona (mi padre en este caso, a semejanza o diferencia de otras) dio en vivir los hechos que tuvieron lugar entonces. Y puede decirse que hubo a este respecto, al menos a grandes rasgos, tres actitudes bien diferentes que no es posible, de ningún modo, ni ignorar ni confundir: 1) la de quienes vieron en el alzamiento militar una amenaza contra un gobierno democrático; 2) la de quienes vieron en él, en cambio, la respuesta necesaria contra la República en su conjunto; y 3) la de quienes vieron en él una respuesta inevitable ante el deterioro final de la propia República. La última de tales actitudes (es decir, la tercera) fue precisamente la que hizo suya mi padre, cuyas ideas, en consecuencia, no podían coincidir ni con las de quienes mantuvieron la primera actitud ni, tampoco, con las de quienes mantuvieron la segunda. Y lo curioso es que de entre tales actitudes (tres, repito), sólo las dos primeras resulten hoy, a lo que parece, reconocibles hasta el punto de quererse exclusivas por parte de algunos a la hora de describir las posibles reacciones ante lo que acaeció en nuestro país en 1936. Aplicar esa rudimentaria lógica binaria a la interpretación de los hechos impide, en suma, contextuar debidamente y comprender en cuanto a su alcance y significado ciertos testimonios históricos como, por ejemplo, el de mi padre. E, inversamente, examinar éste en sus justos términos obliga a tomar en consideración una serie de datos históricos habitualmente soslayados por parte de quienes aplican esa lógica binaria a la interpretación de los hechos. Una última reflexión: dado que tal lógica binaria refleja fielmente y sin embargo la estructura de lo que terminó por acontecer (una guerra civil entre dos bandos), ¿no equivaldría su superación a la superación misma del conflicto y a sanar, en lo posible, las heridas que éste causó? He ahí, esta vez sí, mi impresión personal sobre el drama español.