Brindo aquí, en relación con todo lo apuntado en los últimos mensajes editados y a título informativo, el vínculo correspondiente a la reseña crítica dedicada al libro de Gibson de 1971 aparecida en el
Boletín de orientación bibliográfica, núms. 107-108 (1975), pp. 5-11, de Ruedo Ibérico.
http://www.ruedoiberico.org/libros/textos.php?id=82
Y, a título asimismo informativo, algunos extractos del artículo publicado en enero de 1937 por Niceto Alcalá-Zamora (Presidente de la II República entre abril de 1931 y abril de 1936) en el prestigioso diario suizo
Le Journal de Genève:
“A pesar de los refuerzos sindicalistas, el ‘Frente Popular’ obtenía [en las elecciones de febrero de 1936] solamente un poco más […] de 200 actas, en un Parlamento de 473 diputados. Resultó la minoría más importante pero la mayoría absoluta se le escapaba. Sin embargo, logró conquistarla […] violando todos los escrúpulos de legalidad y de conciencia. […] Desde el 17 de febrero, incluso desde la noche del 16, […] sin esperar el fin del recuento del escrutinio y la proclamación de los resultados, lo que debería haber tenido lugar ante las Juntas Provinciales del Censo en el jueves 20, desencadenó en la calle la ofensiva del desorden, reclamó el Poder por medio de la violencia. […] Algunos Gobernadores Civiles dimitieron. A instigación de dirigentes irresponsables, la muchedumbre se apoderó de los documentos electorales: en muchas localidades los resultados pudieron ser falsificados. […] Conquistada la mayoría de este modo, fue fácilmente hacerla aplastante. Reforzada con una extraña alianza con los reaccionarios vascos, el ‘Frente Popular’ eligió la Comisión de validez de las actas parlamentarias, la que procedió de una manera arbitraria. Se anularon todas las actas de ciertas provincias donde la oposición resultó victoriosa; se proclamaron diputados a candidatos amigos vencidos. Se expulsaron de las Cortes a varios diputados de las minorías. No se trataba solamente de una ciega pasión sectaria; hacer en la Cámara una convención, aplastar a la oposición y sujetar el grupo menos exaltado del ‘Frente Popular’. Desde el momento en que la mayoría de izquierdas pudiera prescindir de él, este grupo no era sino el juguete de las peores locuras. Fue así que las Cortes prepararon dos golpes de estado parlamentarios. Con el primero, se declararon a sí mismas indisolubles durante la duración del mandato presidencial. Con el segundo, me revocaron. El último obstáculo estaba descartado en el camino de la anarquía y de todas las violencias de la guerra civil” (Niceto Alcalá-Zamora, “Los extremos del ‘Frente Popular’”,
Le Journal de Genève, 17/1/1937).
El propio Largo Caballero había declarado a
El Liberal de Bilbao el 20 de enero: “Quiero decirles a las derechas que si triunfamos colaboraremos con nuestros aliados; pero si triunfan las derechas nuestra labor habrá de ser doble, colaborar con nuestros aliados dentro de la legalidad, pero tendremos que ir a la guerra civil declarada. Que no digan que nosotros decimos las cosas por decirlas, que nosotros lo realizamos”.
Es a todo ello y a los acontecimientos que sucedieron a los anteriormente descritos (la insurrección armada de una parte del ejército y la posterior revolución popular, iniciada ya antes en realidad) a lo que mi padre se refiere cuando escribe (en la carta citada a Ponce):
"Desde entonces Barcelona y Madrid fueron inhabitables para quien no fuera miembro activo de los partidos anarquista, sindicalista, comunista, etc. [...] El gobierno dejó de actuar y se convirtió en servidor sumiso y tembloroso de los comités. Poco a poco los mismos que más o menos desinteresadamente habían propulsado el actual estado de cosas, vieron sus propias vidas amenazadas y se precipitaron a atravesar las fronteras. De ese modo, Fernando de los Ríos ganó el seguro parapeto de la Embajada de España en Washington, Araquistain, la de París, Jiménez de Asua la de Praga, Royo Vilanova, la de Bruselas, Rivas Cherif, cuñado de Azaña, el consulado de Ginebra, etc., etc., etc."
Evidentemente, si una parte del ejército no se hubiera sublevado, no habría habido una guerra civil en España. Y puede decirse, por lo mismo, que dicha sublevación fue la causa más inmediata de la guerra. Pero no la única causa. Si esa parte del ejército no se hubiera sublevado, debio de pensar mi padre, la República habría cedido paso a lo que venían anunciando desde tiempo atrás quienes terminaron por integrar en 1936 el Frente Popular: la dictadura del proletariado y los soviets. Y ello le pareció un peligro aún mayor que cualquier otro. Con esto espero aclarar definitivamente cuál fue su postura al estallar la guerra, en nada semejante a la de quienes, en un bando u otro, se habían comprometido, en mayor o menor grado, con sus respectivas proclamas e ideales.
No me resta sino señalar que, en dicho sentido, mi padre se contó entre quienes no podían, en rigor, identificarse con ninguno de los dos bandos finalmente enfrentados. Pese a que su inicial republicanismo era innegable, terminó por distanciarse de la República a medida en que ésta fue transformándose en otra cosa. Y aunque vio con cierta esperanza, bien que no sin tristeza y dramaticidad, la posibilidad que el ejército tenía, a su juicio, de restablecer el orden y de frenar ese proceso, no regresó a España más que cuando la dictadura franquista comenzaba a dar visos de una relativa apertura.
En fin, ¿se pronunció mi padre con anterioridad a 1936 acerca de la situación española? Cabe suponer que sólo de un modo informal, ya que no hizo declaraciones oficiales. Pero, ciertamente, sus ideas tenían que ser relativamente bien conocidas, y sus más que probables críticas al Frente Popular le pusieron en el ojo de mira de algunos milicianos exaltados que, como ya he indicado, asaltaron y saquearon su hogar. El caso de Lorca, culturalmente comprometido con la izquierda republicana y cuyo talento era objeto de manifiesta envidia y encono por una parte de la burguesía granadina, es en cambio muy distinto. Por desgracia, Lorca no llegó a abandonar Granada, así que lo apresaron y lo mataron; suerte, ésta, que numerosas personas corrieron en uno y otro bando.
Según la conocida frase de Benjamin, la historia la escriben los vencedores. Así ocurrió, por supuesto, en el caso de la Guerra Civil Española, contemplada por el franquismo como una "cruzada". Pero sería deseable que tan grosero "metarrelato" (por decirlo con Lyotard) no se viera remplazado por otro carente asimismo de matices y según el cual el levantamiento militar del 18 de julio del 36 habría puesto fin a una realidad tan estable en términos políticos como democráticamente refrendada, ya que los últimos meses de la II República fueron todo menos estables y democráticos (a menos que entendamos la palabra "democracia" en su curiosa acepción leninista). En suma, sólo una reconstrucción mínimamente objetiva de los hechos podrá permitirnos comprender la actitud que ante ellos adoptaron ciertas personas como, por ejemplo, mi padre; sin menospreciar, claro está, las razones subjetivas repetidamente glosadas en estas páginas.
En cuanto a la idea, apuntada por el Sr. Ophee, de que el trato dispensado por el régimen estalinista a otros músicos pudo ser, entre otros, uno de los motivos por los que mi padre no regresara a la U.R.S.S. con posterioridad a 1936, resulta, en efecto, convincente. Súmense a éste los motivos ya indicados en mi primera intervención (en respuesta a la también primera del Sr. Ophee) y en la segunda. La imagen posteriormente adjuntada de mi padre en la R.D.A. sugiere sin embargo que su actitud general hacia los países socialistas después del 36 no fue, con todo, inflexible; prueba, una vez más, de su liberalismo.